FÚTBOL EN LA RIBERA DEL SERPIS.

EL RELATO

Mi primer partido en nuestro campo fue una decepción. Yo, en mi inocencia infantil, imaginaba que el estadio del Gandia había de ser como los grandes recintos que había descubierto unos meses antes por televisión, durante el Mundial España 82.

Aquel domingo del mes de Marzo de 1983 jugábamos ante el Mestalla, grupo 6 de Tercera División. Nuestro estadio, sin duda, estaba lejos de ser como el Santiago Bernabéu…

El campo estaba a las afueras de Gandia, en una zona donde proliferaban talleres de vehículos, almacenes y alguna fábrica, algo así como un Polígono Industrial, en una época en la que en Gandia no existían los Polígonos Industriales. El lugar, pese a estar a sólo 15 minutos andando desde mi casa, me resultaba remoto, extraño, inhóspito, lo que no podía ser de otra forma para un niño de 10 años que apenas había salido del Centro Histórico.

Tras uno de aquellos almacenes, el de «Aceites La Masía», descendías una leve pendiente y allí estaba, junto al lecho del Río Serpis, nuestro campo: el estadio Guillermo Olagüe.

El campo estaba rodeado en sus tres cuartas partes por cinco filas de gradas de cemento. En el cuarto restante, la tribuna, situada encima de los vestuarios, había diez filas de gradas. La tribuna disponía de una visera considerada muy moderna en su época (el estadio fue inaugurado en 1967) y contaba con unos palcos en los que lucían butacas como las de los cines.
El resto de localidades, sin embargo eran de duro y frío cemento, lo que hacía aconsejable el alquiler de almohadillas para paliar la rudeza del asiento. Cuando el partido no había ido bien el público expresaba su descontento y las almohadillas surcaban el aire dibujando una curiosa parábola antes de estrellarse contra el césped. Si algún espectador afinaba la punteria y las almohadillas impactaban en el colegiado… quizás nos cerraran el campo.

Tras el fondo sur se encontraba el «Camp B» , un campo de fútbol más propio de la segunda división de la liga de Burkina Faso. Allí jugaban los equipos de las categorías inferiores y algunos equipos de la Liga de Empresas de la comarca. Era uno de aquellos campos de tierra y piedras que tanto proliferaban en tiempos en que el césped artificial era cosa de ciencia ficción y el fútbol amateur una actividad más bien de riesgo.

Detrás del fondo norte se encontraba una piscina que, al ser descubierta, yacía inútil y descuidada casi todo el año, excepto en los meses de verano, en que servía de esparcimiento para aquellos gandienses que no podían veranear en la playa.

Frente a la tribuna había un descampado polvoriento que hacía las funciones de párquing. En los partidos importantes el sitio se llenaba de vehículos que acababan estacionados de las formas más inverosímiles posibles.
Era habitual, durante los partidos, escuchar por megafonía la voz amenazante del speaker: «atención, atención, se ruega al propietario del Seat 850 con matrícula V-3467-EV retire el vehículo, pues está obstaculizando…»
Cuando en la tribuna alguien se levantaba precipitadamente y desaparecía por el vomitorio sabíamos quién había sido el infractor.

La grada de Preferente, frente a la tribuna, daba al lecho del rio. El río Serpis nace en la Serra de Mariola para desembocar en el Mediterráneo, hermanando en su serpenteante recorrido (de ahí su nombre) a las ciudades de Alcoi y Gandia.
Espectador involuntario de los partidos del Gandia desde la inauguración del estadio, el río Serpis sueña nostálgico con recuperar el cauce abundante que seguramente luciera en siglos precedentes y que recupera eventualmente en los momentos en que la lluvia cae con brutalidad en el Mediterráneo.
En algunos partidos, en los días en que el río bajaba caudaloso, se podía escuchar, desde la grada de preferente, el murmullo incesante y fascinante del agua descendiendo en dirección al Mar.

La infancia es una etapa, decisiva, determinante, trascendental para un aficionado al fútbol. Es el momento en que hay que elegir equipo. Una decisión que en la mayoría de casos se convierte en irrevocable. Efectivamente, se puede cambiar de novia, se puede cambiar de ideología, pero nunca, nunca, se puede cambiar de equipo.
Pude haber sido de los de siempre: del Barcelona, del Real Madrid, del Valencia o de aquellos admirables equipos vascos que, con jugadores exclusivamente de su cantera ( y además todos vascos) ganaron 4 ligas en los primeros años de la década de los 80. Un hecho tan extraordinario que, en la realidad del fútbol actual, parece que nunca hubiera podido suceder (pero sucedió).
Pude haber sido de todos estos equipos, pero aquel Gandia-Mestalla, aquel clásico de la Tercera División valenciana disputado en un pequeño estadio junto a un río seco, aquel partido que finalizó con empate sin goles y difícilmente pasará a la historia, se convirtió en un momento de trascendencia vital; ese día decidí que, en su camiseta, mi equipo luciría los colores blanco y azul; mi equipo llevaría el nombre de mi ciudad; mi equipo sería, por siempre, el Club de Fútbol Gandia.

La Radio, sin duda, contribuyó en gran medida a forjar mi devoción. Los domingos por la tarde, en invierno, sentado en la cama de mi habitación, aterido de frío en un piso donde la humedad del Mediterráneo se colaba implacable por entre ventanas que parecían de cartón, escuchaba el Carrusel Deportivo en un enorme radio cassette Pioneer que había traído mi hermano de Canarias. Radio Gandia interrumpía el Carrusel para realizar conexiones con los partidos del Gandia en los que se filtraba, entre el sonido neblinoso de las conexiones precarias de aquella época, la voz siempre elegante, nítida, el comentario siempre preciso, acertado, del gran Miguel Ángel Picornell, jefe de Deportes de Radio Gandia y narrador inolvidable de los partidos de nuestro equipo.
Yo escuchaba a Miguel Ángel Picornell en mi habitación e imaginaba cómo serían el estadio de La Magdalena de Novelda, El Madrigal de Villareal, La Solana de Villena, el Cervol de Vinaròs, La Murta de Xàtiva o el San Fernando de Borriana. Lugares cercanos, pero al tiempo tan lejanos, casi extraterrestres, para un niño cuyo mundo, de tan pequeño, era casi de miniatura.

El 15 de Junio de 1986 quedó grabado a hierro y fuego en la historia blanquiazul. Ese día el Gandia recibía al Maspalomas y una victoria por dos o más goles significaba el ascenso de categoría tras casi 30 temporadas militando en la Tercera División. La temporada 1985/1986 fue perfecta. En la liga regular el Gandia consiguió la segunda posicion que daba acceso a la promoción, solo por detrás del todopoderoso UD Alzira, que fue campeón. En la primera eliminatoria por el ascenso nos tocó enfrentarnos a los asturianos de La Unión Popular de Langreo, precioso nombre para un aguerrido equipo que vendió cara su derrota (3-1 en casa para el Gandia y 1-0 para los asturianos en La Felguera).

En el siguiente y decisivo emparejamiento la suerte quiso medirnos a un equipo de nombre tan exótico como desconocido: el Maspalomas canario. En la ida disputada en Gran Canaria los blanquiazules arrancaron una derrota exigua (1-0) que dejaba en el aire el ascenso para la vuelta en el Guillermo Olagüe.

Aquel día soleado en que la Primavera de 1986 daba sus últimos coletazos, la ciudad se engalanó para vivir, por fin, el ascenso soñado de categoría. El ambiente que se respiraba en la calle era de remontada y nada más que eso había de suceder, por la tarde, en nuestro estadio. El Guillermo Olagüe presentaba un lleno histórico y 6000 espectadores venidos desde la comarca de La Safor convertían nuestro campo en una caldera que bullía de excitación.
Y así fue, el Gandia, jaleado por un público entregado, sobrepasó sin misericordia a un sufrido Maspalomas, que apenas pudo ofrecer resistencia. Al descanso el resultado era ya un elocuente 3-0. Mediada la segunda parte y con el ascenso asegurado y un inapelable 5-0 luciendo, junto al rótulo de Coca Cola, en el marcador, la afición se levantó de sus asientos para celebrar el ascenso por anticipado al grito de Franco! Franco! Franco!… no, nuestra hinchada (por suerte) no estaba reinvidicando, movida por la euforia del momento, la figura del dictador. En realidad estaba reconociendo la labor de nuestro delantero Franco Borràs Pellicer, Franco, natural de Bellreguard, que había sido sustituido tras conseguir 3 goles.
El Gandia abandonaba la Tercera División para ingresar en una nueva y potente Segunda B de solo 22 equipos. Por fin, la última estrofa de nuestro himno (no era un gran himno pero, qué diablos, era nuestro himno) resultaba profética: «A Segunda División, Alirón, Alirón el Gandia campeón».

Los domingos en que jugábamos en casa, ya en Segunda B, eran el mejor día de la semana. Después de comer, mi padre y yo bajábamos a la calle y nos dirigíamos al estadio. El eco de nuestros pasos resonaba en las calles silenciosas de un domingo por la tarde en el Centro Histórico de Gandia. Y entonces, mi padre, comenzaba con su rosario habitual de protestas: «El Diumenge que vé no pense anar», «son molt roïns» » passe molt de fred»…mi padre, cuya devoción blanquiazul era más bien quebrantable, prefería quedarse en casa cerca de la estufa catalítica mientras sesteaba viendo la película de sobremesa en la televisión. Pero yo sabía que 15 días después volvería a acompañarme al fútbol.

Cuando llegábamos al estadio, ya sentados en la tribuna, aspiraba con fuerza el magnífico olor a tabaco puro que impregnaba el ambiente y, con el hormigueo de la emoción recorriendo mi estómago, esperábamos la salida de los equipos. En primer lugar saltaba sobre el terreno de juego el equipo visitante, el rival, el enemigo, «els altres», esos desconocidos que no tenían la fortuna de vestir nuestros colores. A continuación, mientras resonaban por la megafonía los primeros acordes de nuestro himno, surgían desde el túnel de vestuarios los de la camiseta blanca y azul a rayas verticales, los del escudo coronado por el castillo de Bayrén (a la altura del corazón , no podía ser de otra forma), los Pomar, Basauri, Franco, Sanmartín, Guijarro…eran los de casa, el Club de Fútbol Gandia, «els nostres»…

Ganar. Esa era la gran cuestion cada domingo. «Ganar no es lo más importante, es lo único importante» es la frase que, para el verdadero aficionado, para el fanático incondicional, para el hincha irreductible, mejor define ser de un equipo. Nada más que la victoria puede dar a un verdadero seguidor la satisfacción, la felicidad, el bienestar…
Cuando ganábamos recuerdo el regreso a casa, exultante de alegría, con las manos enrojecidas y doloridas de aplaudir al compás de la canción de «El Tío de la Porra», el himno que surgía espontáneo entre el público en los buenos partidos: «Pam, Pam, Pam, Pam, Pam, Pám!!! Pam, Pam, Pam, Pam, Pam, Pám!!! «
Ganar era la anestesia más efectiva para afrontar, al día siguiente, el comienzo de una nueva semana, gris y anodina, que consistía básicamente en arrastrar los libros en dirección al Instituto.
La derrota, ay la derrota, contribuía definitivamente a teñir de negro el gris de un Lunes a las 8 de la mañana con el sonido implacable y fatídico del despertador resonando. Mientras me vestía, pensando en el partido del día anterior, soñaba con ser futbolista profesional del Gandia y no tener nunca que madrugar.

La Edad de Oro del Gandia en Segunda B duró 6 temporadas. Tras varios intentos frustrados por conseguir el ascenso a Segunda A, la temporada 1991/92 se presentaba incierta. El cambio en la presidencia y los problemas económicos obligaban a confeccionar una plantilla modesta que desde el principio dió muestras de ofrecer escasas garantías.
Miguel Ángel Picornell había ingresado en los noventa en Canal 9, la Televisión Valenciana, y su voz ya no resonaba por la radio en los partidos del Gandia.
La campaña fue errática desde el principio y en la Primavera todo parecía perdido; la palabra descenso se dibujaba en el horizonte como anunciando un desenlace inevitable.

Fue entonces, en la recta final del campeonato, cuando se produjo una inesperada reacción. Tras tres victorias consecutivas (Torrevieja, Alzira y Oliva), la permanencia, en la última jornada, parecía más que posible.

El Gandia jugaba en Villareal y un empate le servía para conseguir la salvación. Los locales, que ya habían conseguido la clasificación para la promoción de ascenso, no se jugaban nada. Sin embargo, el Villareal acabó arrollando a un desconcertado Gandia: 3-0, resultado final.
Quedaba todavía una posibilidad; el Alzira, ya descendido, recibía al Valdepeñas. Si el Alzira ganaba el Gandia se salvaba y el equipo Manchego descendía a Tercera. Pero el equipo alzireño, nuestro vecino y viejo rival, que había debutado en Segunda B la misma temporada que nosotros, no puso demasiado empeño en evitar nuestro descenso y optó por naufragar en compañía.

Finalmente, un fatídico 25 de Mayo de 1992, el Gandia descendía a Tercera División poniendo punto y final a una etapa magnífica. En cuanto a mí, consumida mi infancia y mi adolescencia y desaparecido el fútbol que amamos en los ochenta, ya nada volvería a ser lo mismo.

El Gandia volvería a Segunda B en dos etapas diferentes (en la temporada 1999-2000 fue incluso campeón de su grupo), antes de hundirse estrepitosamente en las profundidades de la Segunda Regional.

El estadio Guillermo Olague, casi 30 años después, sigue siendo prácticamente el mismo. El entorno, sin embargo, ha sufrido una importante transformación y el párquing, asfaltado y con las plazas perfectamente delineadas, ya no necesita de la advertencia de ningún speaker.

El río, sigue donde siempre: impasible, imperturbable, vecino fiel, compañero infatigable, espectador de lujo, espectador eterno.

FIN.

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